El río del olvido

¿Que le impedía visitar la otra orilla del río, su propio miedo o el constante sentimiento pesimista del pueblo?. Abandonado a sus pensamientos se paraba en la orilla y observaba las aguas frias transcurrir con violencia. Espiaba el monte de mas allá y se imaginaba como serian la gente y las ciudades detrás de la neblina que cubría todo el cauce, producto del choque entre la atmósfera cálida y la helada corriente.
En los descansos de su hosca rutina, en un pueblo hosco y rutinario, imaginaba.
Allá enfrente el cielo brillaría de azul y la gente andaría feliz y elegante saludándose por los caminos de piedras. Bellas mujeres, delgadas, altas, rubias y delicadas alegrarían la vista con sus paseos y sus visitas al mercado. Entradas a casas modestas y preciosas, blancas, todo blanco inmaculado.
Aun recordaba a la mujer que una vez fue al otro lado. Antes de cruzar tuvo un paso fugaz por el pueblo, se quedó 2 días en la pensión, comió en el café, dió grandes paseos sola. El la seguía a la distancia. La idea de su propio aspecto, sencillo y haraposo, de habitante de pueblo abandonado, sucio, estancado, martillaba su mente, impedía cualquier inicio de contacto por su parte. Para cuando se decidió a hablarle ya se había ido, había cruzado. Desde entonces se imaginaba a todas las mujeres de allá iguales a ella. Muchas veces creía verla cuando la niebla clareaba, retazos de costa y verde asomaban sobre el agua para dejar ver una silueta que, a la distancia, parecía recoger algo del suelo cada tanto y amontonarlo en una gran canasta.
Los pensamientos a la veda del río frecuentemente se mezclaban con recuerdos, con las amenazas y las advertencias sobre ese río de muerte y olvido, con su pasado de niño abandonado. Una lavandera lo encontró cerca de las aguas. El lo suponía, imaginaba que venía de allá, de enfrente. Imaginaba tener una joven madre que temiendo reproches prejuiciosos a su soltería, lo abandonó en las aguas; su deber era volver algún día. Volver a ese hogar perdido para quitarle la desdicha a su madre de aquel abandono inconsciente en la juventud. Poder decir "Mama, no te aflijas, volví" haciendo una entrada emotiva. Pero nunca supo despegarse de aquel pueblo sumido en la desidia ni de aquella ocupación ingrata de barrendero.
Un día un hombre apareció en el pueblo. Todos lo miraban con curiosidad, pensaban que venía del otro lado, que había cruzado esas aguas fagocitadoras, incapaces de distinguir aptos de ineptos, que consumen todo por igual. El hombre vestía botas y sombrero. Tenía cabellos oscuros, espesos bigotes y barba de algunos días. Con andar de viajante cansado, aspecto amenazador, se sentó en una mesa del café y pidió algo de comer mientras de entre sus ropas sacaba una petaca. Nadie se animaba a acercarse a ese desconocido, solo el se le acerco con la comida. Había visto en el extraño algo que no había visto antes en nadie, un ejemplo, un modo de vida, un padre. Oh Dios! como hubiera querido que ese hombre fuese su padre. Su corpulencia destilaba paciencia y gentileza, tan contrarias a la brusquedad de un pueblo marchito. El le contó al extraño de aquella mujer, le pregunto por las casas y las calles de allá, pero el viajero solo miraba pensativo por la ventana. Se decidió a preguntarle de donde venía y hacia donde se dirigía, pero el extraño no dijo nada; solo le ofreció un trago de su petaca. Cuando el bebió, el viajero dijo -Sigo mi propio camino. Cuando encuentres el tuyo, seguilo-. Esa misma tarde el hombre se marcho tan sigilosamente como vino.
Si saber nadar, dejando atrás todas sus pertenencias, se lanzó decidido a cruzar esa vallado de agua que lo separaba de su vida ideal. "Cuando encuentres tu camino, seguilo" resonaba en su cabeza, "Seguí tu camino"; habían sido las palabras paternales que necesitaba para cruzar esa barrera mental y física que lo confinaban a un pueblo no muerto y no vivo.
La corriente era mas fuerte de lo que esperaba, el agua era fria, muy fria. Luchaba por mantenerse a flote, evocaba la imagen de aquella mujer que una tarde sujetaba una taza con ambas manos en el cafe y perdía la mirada por la ventana.
La corriente lo arrastraba al fondo y río abajo, el agua le entraba por la nariz y la boca. Peleaba golpeando hacia abajo tratando de sacar la cabeza a la superficie, agitaba las piernas desesperado, se hundía. Pero su deseo era mas fuerte, lo era tanto que le ayudo a alcanzar el otro lado del río.
Se encontró desorientado, sin fuerzas, acostado boca arriba sobre las piedras redondeadas viendo un cielo celeste intenso. ¿Que hacía ahí?. Sintió pasos cerca, volteó la cabeza y vió la silueta de una mujer, delgada, alta, rubia. -¿Que hacés en el piso?- le pregunto la silueta, pero el no sabía la respuesta. -¿A que viniste?- pero tampoco sabía. -¿Como te llamás?- y fue cuando se dio cuenta, no sabía nada de nada.

En la mitología griega el río Leteo es uno de los ríos del Hades. Beber de sus aguas provoca un olvido completo. Algunos griegos antiguos creían que se hacía beber de estas aguas a las almas antes de reencarnarlas, de forma que no recordasen sus vidas pasadas.

2 comentarios:

Rocío dijo...

Buenísimo Thot!

Me gustaría a veces tomar un poquito de ese rio, para olvidar un par de cosas que odio recordar...

La historia me encantó, deberías hacer esto más seguido.

beso!

Thotila dijo...

Estimada Rocio, muy agradecido, siempre es un gusto tenerla por aca.

La idea principal del blog es hacer cosas como esta. Tengo varias historias. Si tiene tiempo alguna vez, le recomiendo "Historia de un abandono". Es algo viejita, no esta muy bien escrita, pero fue muy elogiada.

Saludos.