El cementerio de los paraguas

Antes, hace mucho, los días como aquel no me gustaban. Aquellos viernes ventosos, de soles bloqueados por colchones grisáceos, de veredas y calles mojadas en que se adivinan lluvias recientes, y los pájaros no cantan, y los autos hacen sonidos empastados al moverse por un asfalto humedecido y sucio.
Y por aquel viernes caminaba con mi amiga, esquivando baldosas flojas y alejándonos de los sumideros en las esquinas, tapados con basura y bolillas del paraíso, porque agua sucia se acumula en esos diques cuasi naturales y los autos al doblar salpican, en especial, a gente con paraguas que suele pararse cerca del cordón de la vereda.
Días como esos y los paraguas no se llevan bien. La gente no entiende e insiste en usarlos cuando la lluvia es poca y el viento es mucho y no al revés, y se retuercen, abren mal, se rompen; y con Paula, mi amiga, mirábamos como los paraguas se volteaban hacia arriba con las ráfagas de aire violentas que recorren calles y avenidas, y sus varillas se quiebran, y los paraguas ya no sirven.
Paula hizo que me fijara en los tachos de basura, rebosantes de mangos, cañitas de metal delgado y telas impermeables, y me preguntó si conocía el destino de esos paraguas rotos, ahora inútiles, muertos; y yo le dije que por supuesto que lo sabía.
Hacía mucho tiempo atrás, cuando los días como aquel no me gustaban y yo pasaba en la calle mas tiempo del que me hubiera gustado, conocí el cementerio de los paraguas. Era un lugar distinto a, digamos, el cementerio de los elefantes, pues ahí es a donde los animales van a morir, y los paraguas llegan al suyo ya muertos. El hombre sucio me guió una vez, quien no perdía el tiempo en la calle como yo, si no que vivía en ella, que se refugiaba de los días de poca lluvia y mucho viento a los costados de la vía, y que prendía un fuego para mantenerse caliente, pero las maderas y ramas que usaba estaban siempre húmedas y su hoguera tenía mas humo que calor, y el viento soplaba el humo hacia él, por lo que siempre estaba integramente teñido de negro, como pintado.
Yo quería averiguar por qué lo hacia, por qué esperaba la luz verde al tránsito de un semáforo cualquiera para el salir corriendo hacia el medio de la calle y meter una ramita de helecho o un racimo de bolillas del paraíso por la alcantarilla, en medio de insultos y bocinazos, y volver corriendo a la vereda a juntar restos de los paraguas que yacían desparramados por todos lados.
Sin decir palabra lo ayudé aquella vez. Junté con él varillas dobladas, mangos rotos y telas impermeables, puse todo en una mochila gigante hasta que no entró mas nada, entonces empecé a llevar todo lo que pude bajo los los brazos; y él se dejó seguir, compartimos el fuego y el humo, y anduvimos por túneles de servicio de la ciudad. Nos encontramos con otros hombres sucios que nunca salían a la superficie, quienes, cuando sonaban las bocinas, recogían helechos y bolillas del paraíso que caían de las alcantarilla, y después de mucho andar en lo oscuro, en la humedad y la pestilencia, cargados hasta el limite, llegamos hasta la desembocadura de un caño y una playa de escombros donde nunca llueve, y donde los paraguas rotos y muertos encuentran el último descanso.
La suave brisa silbaba sobre la blancos pedazos de yeso y restos de ladrillos, varillas desparramadas por todos lados, mangos que usaban como asas y manijas; iglues circulares hechos con telas sintéticas eran el refugio de estas personas pintadas, y sobre los hierros de obra torcidos, oxidados, un hombre sucio se acercaba a mi silente guía agitando la tela de un paraguas blanco, enorme, con el logo de un banco serigrafiado en las orillas, y ambos saltaron de alegría.
Me invitaron al iglú central, mas grande que los otros, hecho con cientos de telas de paraguas y con espacio para diez personas, y dentro, apoyado sobre un cajón de manzanas adornado con varillar plateadas, había un proyector de diapositivas que tratarian de usar, mas adelante, con la tela blanca serigrafiada como pantalla. Vi las filminas a trasluz, escenas de otra época, de selvas, de gente de color. Escenas que los hombres pintados trataban de imitar, tiñiendose con humo y sembrando helechos en escombros.
Pobre gente, me dijo Paula. Pero en el cementerio de los paraguas no llueve, y si el viento te retuerce el paraguas o te lo deja en furma de copa, es motivo de alegría.

2 comentarios:

Zeithgeist dijo...

simplemente sublime man...
me hiciste acordar a algo mucho mas oscuro que supe leer sobre la gente de las alcantarillas, pero no viene al caso. Lo tuyo destila alegría (aunque parezca q no jajaj)

Thotila dijo...

Se agredece el comentario. Y si, se me hace facil, ahora, despues de tantos grandes, escribir algo oscuro y sniestro. Prefiero lo sencillo, poco emotivo. La emocion la aporta el que lo lee.

Saludos